Los mapas de las ciudades

En las ciudades hay huecos, agujeros, pasadizos secretos que nos conducen a otro tiempo, a otro lugar. Si no fuera por esos tránsitos imprevistos, las ciudades serían mapas aburridos, sobremesas hastiadas de celebraciones familiares, usuales partidas de cartas donde siempre gana el mismo, sin sorpresas. Pero existen ciudades dentro de las ciudades que posibilitan nuestra supervivencia, en el exacto momento en que tenemos ganas de mandarlo todo al infierno y empezar otra vida imposible en una ciudad lejana. En nuestros paseos por el extrarradio, a veces descubrimos un jardín que parece surgido del sueño: hay en él un pozo desacostumbrado, una sombra de árboles frutales, la tranquilidad de un gato maula y desde un balcón del edificio, se derrama una música de un piano que es como una escena añeja de un novela de otro siglo. Nos preguntamos quién tiene la dicha de vivir allí, al pie del jardín que, al abandonarlo, pensamos que fue una transitoria alucinación de la esperanza. En otras ocasiones seguimos la ruta de un callejón en el que nunca habíamos reparado y nos lleva a una plaza oscura donde niños que parecen venidos de otro país se entretienen con juegos cuyas normas ignoramos, hablando una jerga que nos resulta incomprensible. Esos oasis desconocidos son los que nos permiten descubrir la otra ciudad que habita en nuestra ciudad, esa zona incógnita que celebramos como si hubiésemos descubierto otra geografía o la verdadera textura del sueño. En lugares así uno no se encuentra con conocidos que nos asalten con las menudencias de unas biografías que en el fondo son los rasgos comunes de cualquier biografía. Regresamos de esos parajes como de un largo camino ilocalizable, de un tiempo remoto, de un espacio que tiene algo de isla de ficción. Regresamos de ellos como de las páginas de un libro en el que nos zambullimos y que durante su lectura logró abolir las realidades diarias que nos sepultan. En esos paisajes imprevistos que nos propone el azar, uno se evade de la ciudad habitual, de la ciudad de siempre, de sus llagas recurrentes y sus heridas crueles y accede a una ciudad distinta como a veces nos involucramos en un amor fatal que nos encierra en un laberinto del que no podemos huir pese a que busquemos empecinadamente la salida. Si alguna vez, recorriendo las calles de todos los días, usted escucha voces extranjeras en una plaza que no le resulta familiar o si al enfilar aquel callejón hastiado y lúgubre que no osó transitar nunca oye el eco lejano de una música, no lo dude: dé el paso necesario sin prudencia, extravíese en lo desconocido, sumérjase en los límites que le propone este nuevo viaje porque siempre hay una ciudad verdadera y palpitante debajo de la ciudad acostumbrada, una ciudad desconocida, acaso más triste, en la que sobreviven los yonquis y los mendigos y los que no tienen cabida en la ciudad de los planos turísticos. En ese pálpito que posee algo de siniestro y de tierno a la vez, está la vida. Por encima de ello, la otra ciudad no es sino una sucesión de estatuas con cagadas de paloma.

   
JANO, 2004