Las horas

Hay una forma de medir el tiempo al margen de los relojes y las agendas, que es difícil de percibir en una ciudad, donde las corrientes más salvajes nos lanzan desesperadamente al siguiente minuto, a la siguiente hora, al siguiente día, mientras afuera o alrededor, tal vez dentro de nosotros mismos, las cosas transcurren con otro ritmo que no sabemos ver o que somos incapaces de medir para no darnos de bruces con el despropósito en el que, voluntaria o involuntariamente, más que vivir, sobrevivimos, extraviados en espejismos que no se materializan nunca. Ese tiempo interior tan sabiamente dictado por algunos poemas, prescribe cuando ponemos en marcha nuestro organismo contra tantas insidias. Arrancamos de un tiempo nocturno en el que perdimos las referencias para deslizarnos por el ámbito del sueño, donde el tiempo queda abolido con gesto de estatua, de isla sin lugar en las cartografías. Quizá por eso en los vagones de metro, hacinados, malhumorados, con muecas de hastío o de oprobio, la gente lee novelas y manuales pero resulta insólito dar con alguien que esté leyendo un libro de poemas. La velocidad del metro parece exigir una prosa más contundente, más ágil, en definitiva, más útil, que no nos obligue a encontrarnos cara a cara con el error que estamos cometiendo al medir el tiempo en citas, urgencias de falsa urgencia y comidas de negocios (que es, si los gramáticos me lo permiten, un espléndido oxímoron).
En las aldeas el tiempo se mide de otra forma, de una forma humana e imprevisible: por las campanadas de una iglesia, los cantos de las aves, las gotas que golpean la tarde de lluvia, por el lentísimo deslizarse de la hormiga que va fatalmente a caer en la red donde la araña se dirigirá a exterminarla con una velocidad que, comparada con la nuestra, es la lentitud de la muerte. Uno puede sentir el tiempo de otro modo frente al mar o en las largas partidas de dominó que se eternizan en esos bares de pueblo, en las que cuatro viejos dejan pasar las horas porque saben que no existe nada en el mundo más importante que la resolución del azar: en ese interregno demorado y frágil, en el tablero donde se dirimen más cosas que determinar quién paga la ronda, desaparece como en un cuento de Borges el tiempo y las miserias de la vida y se está dilucidando un destino en una ficha de dominó que, si se mira bien, con calma, no deja de ser un ataúd minúsculo. Quizá sea posible prever el final de una existencia en un seis doble, que siempre sería más honroso que decidirlo en un despacho donde se reúnen, sin tiempo para más consideraciones, un jefe de estado, tres generales, cuatro hombres de negocios y un mapa. Porque mientras en el despacho el futuro del mundo lo determinan los lobos sanguinarios, bajo un parral de un pueblo, alguien descorcha parsimoniosamente una botella de vino y la botella es clepsidra que no marca la urgencia de las horas sino la laboriosa lentitud con la que las uvas fueron sometidas a un proceso de alquimistas para que el bebedor paladee despacio el sabor de un tiempo que se desmorona.

   
JANO, 2004