El bar de la esquina

El cliente habitual termina el trabajo, se va a casa con un leve cansancio o un ligero hastío y antes se detiene en el bar de la esquina, donde bebe un par de vinos rituales mientras hojea los periódicos, como si le costara abrir la puerta del piso y darse de bruces con el silencio acostumbrado porque el cliente habitual es un hipocondríaco al que la soledad le roza en las habitaciones como una telaraña, y en el que los parroquianos de cada día dirimen a los chinos algo más que el precio de la ronda, seguramente la estabilidad de la tarde. El cliente habitual podría urdir con escasos errores las biografías de los parroquianos, a cuál de ellos le van las cosas mal en los negocios o en el amor. Cuando acaba la jornada y sabe el cliente habitual que la soledad del piso se duplica porque el crepúsculo magnifica todas las tragedias, se parapeta de antemano en el bar de la esquina y consume con calma las cervezas necesarias que lo aturdan un poco, sólo para no encontrarse cara a cara con un piso que le resultará extraño como a un emigrante una ciudad extranjera. Hay sábados en los que el cliente habitual se tumba frente al televisor e ignora qué hacer con el tiempo que transcurre por los canales con desidia, arrastrándose como una procesión de semana santa franquista y cuando el dolor es tan inmenso que no tiene a mano tranquilizantes para resolverlo, el cliente habitual se pone un chándal, baja al bar de la esquina y pide un gintonic a un camarero silencioso que le sirve y lo observa para indagar si el cliente habitual necesita una conversación intrascendente o el sólido mutismo en el que se encastra mientras bebe. Hay noches en las que, después de cenar, el cliente habitual sale al balcón, enciende un cigarrillo, contempla el vuelo enloquecido de los murciélagos y el brillo desgastado de la luna y le sobrecoge un inexplicable pánico a morirse allí mismo, a solas, o a meterse en una cama que tendrá textura de arenas movedizas y de nuevo se enfunda el viejo chándal del tedio y desciende desesperado hasta el bar de la esquina: no bien se asoma a la puerta, el camarero le está preparando exactamente el güisqui que su cuerpo requiere al filo de la medianoche, como un doctor que al primer golpe de vista acertara con el diagnóstico preciso, cuando en la barra sólo resiste un parroquiano que, como el cliente habitual, será un hipocondríaco sin oficio. Los clientes del bar de la esquina se reconocen como miembros de una secta con sólo mirarse a los ojos. Incluso algún domingo, vencido por ese día innoble, el cliente habitual se pone el chándal acostumbrado y baja hasta el bar de la esquina sin acordarse de que cerramos por descanso del personal, perdonen las molestias, gracias. Apoyado en la persiana metálica, al cliente habitual se le desmorona el mundo y piensa dónde demonios podrá refugiarse contra esa melancolía inexplicable que lo destroza al encontrar cerrado el bar de la esquina, como si alguien le hubiera proporcionado un pasaporte falso para emigrar a un país inexistente y errase desnortado hacia un futuro imprevisto.

   
JANO, 2004