En un grano de arena

William Blake aspiraba a ver el mundo en un grano de arena y concentrar la eternidad en una hora. Para ello compre un reloj de arena que contenga cinco minutos en cada cápsula, llévelo a casa como quien lleva un tesoro y prepare el ritual concienzudamente: disponga un vaso de whisky o una botella de vino, elija una música que lo transporte lejos de las asechanzas de un mundo hostil, cierre los balcones, las persianas, no permita que una luz excesiva o un ruido inoportuno lo distraiga. Desconecte los teléfonos. Coloque el reloj sobre una mesa en la que no exista ni un marco de fotografía ni un cenicero ni una escultura típica de cualquier lugar ni las flores pertinentes. Voltee el reloj y, mientras bebe, empiece a recordar, a imaginar tal vez, quién ha sido usted, desde más allá de la memoria. Si es capaz de concentrarse verá el feto que fue un día, el bebé en el que se gestaba quien ahora mira caer las arenas casi invisibles del émbolo superior, recordará o revivirá tal vez al niño que pisó la grisalla del aula de escolar, al que abandonó los pantalones cortos, al que se hizo el primer corte al afeitarse. Será entonces los múltiples niños potenciales que usted pudo haber sido y no fue, acaso porque así lo eligió, acaso porque el azar se lo impuso. En la arena del reloj que cae como una lluvia mansa, la adolescencia se va a abrir como una frontera infinita y alcanzará la juventud sin saber cómo fue posible sortear tanta adversidad que a veces calmaban los amores o los amigos, los amores que nunca llegaron a nada y los amigos que se extraviaron en túneles que aún hoy no sabemos comprender. Cae la arena y el whisky o el vino y usted ya se hizo un hombre que buscaba un lugar en el mundo y piensa que tal vez no ha sabido encontrarlo pese al matrimonio y al trabajo y a los hijos y al sueldo más o menos decente, a los compromisos sociales y el apartamento en la playa o en la sierra. Es inevitable que cierta melancolía emponzoñe esos dos minutos que usted ha revisitado y en los que ya vivió media existencia. No es sólo un mecanismos de recuerdo sino que la memoria apócrifa y maldita le facilita la visión de quien hubiera podido ser si en vez de decir sí aquella tarde hubiera dicho no, si en vez de elegir la corbata beige se hubiese decantado por la azul clara. Posiblemente le será necesario otro trago para ese tercer minuto infeliz. Porque ahora ya sabe quién ha sido usted, en qué papeles se decretan su patria y su estado civil, su nacionalidad y sus achaques pero quedaron sin sellar otros pasaportes y otros documentos que quizá hubieran mejorado el proyecto. A saber. Continúa cayendo la arena, el embolo inferior ya contiene más partículas que el superior y su futuro se va llenando y se teme que se va llenando con circunstancias que es mejor no conocer porque si entre las múltiples posibilidades de su pasado intuye que eligió siempre las menos acertadas, piensa que el futuro terminará ahora, cuando cae el último grano de arena, cuando acaba la música, cuando da el postrer trago que tiene el sabor de una vida consumida infelizmente.

   
JANO, 2004