Los viejos oficios

El mundo se mutila y nos mutila implacablemente. O la vida. No es sólo que uno envejezca casi de golpe, sin advertir en qué ha invertido su tiempo o cómo el tiempo ha jugado brutalmente una partida perdida de antemano. No es sólo, cómo decía Borges, que la muerte nos desgaste, incesante, o que hayamos emprendido una sórdida locura para convertir este planeta en un estercolero devastando océanos y bosques, atmósfera y ríos, pueblos y ruinas. La vida se mutila cuando desaparecen del lenguaje las palabras que sobreviven en el diccionario como fósiles sin referente porque han desaparecido los objetos a los que nombraban, los oficios a los que hacían alusión. Probablemente entre un español del siglo XVI y otro del siglo XXI el diálogo resultaría tan imposible como entre un letón y un ruandés. La vida y el mundo se mutilan o nos mutilan cuando desaparecen los viejos oficios que un día dieron sentido a otra realidad, una realidad ya caduca pero que permanece en la memoria como un vestigio de dudosa procedencia, como el chirlazo en un rostro agredido. Oficios como los de los aguadores, los barqueros, los limpiabotas. Uno siente melancolía al saber que a un aguador hoy no lo detendría ni alguien extraviado en el desierto que seguramente portaría algún refresco bien publicitado. Y uno se imagina a los barqueros sentados en su bote amarrado a la orilla viendo pasar a los antiguos clientes a través de los puentes, llegando más rápido a su lugar de destino pero sin haber saboreado la lentitud de un viaje demorado que tenía algo de aventura. La otra orilla ha desaparecido. De una margen del río a la otra ya no está el agua sino el viaducto o el puente. No hay tiempo para el romanticismo. Uno siente melancolía cuando ve a los limpiabotas que miran con aspecto triste la multitud de zapatos que pasan frente a sus ojos sin detenerse en la plataforma para que los lustren: zapatos de cordones, de rejilla, zapatillas deportivas, zapatos negros, marrones, zapatos esquivos que huyen y siguen su camino porque no hay tiempo para pararse y leer el periódico o escuchar las confidencias de un limpiabotas de manos condenadas a la inactividad. Algún día desaparecerán de nuestro vocabulario esas palabras, desaparecerán las personas que ejercían esos oficios, desaparecerá la complicidad que vinculaba al que pedía un servicio y al que lo prestaba. Quedarán como reliquias de novelas, como sucede con lecheras, serenos, pendolistas y remendones: sólo sobreviven en las páginas de Baroja o Galdós, ecos remotos de una época extinta. Es cierto que la vida impone ese ritmo feroz e intratable, que uno se mete en la corriente salvaje que nos empuja o se queda al margen y pierde el tren del progreso –eso dicen. Lo malo es que existen otros oficios que no desaparecen nunca y que uno no echaría de menos jamás. Los asesinos, por ejemplo, por mencionar sólo un oficio indigno y que resiste cualquier avatar político. Es entonces cuando a uno le entra la murria y se dice que bien, de acuerdo, la vida impone sus reglas pero prefiere seguir viendo a un limpiabotas antes que a un asesino: manchan mucho menos.

   
JANO, 2004