Ella, la mujer inmóvil

Ahí va, la pobre, como si caminara siempre por un puente ruinoso o entre la niebla, por calles de pétalos o abismos, con las manos guardadas en guantes deshilachados y una botella de vinazo en el bolsillo. Es seca como una vid, otoñal como una hoja muerta, triste como el gesto de adiós en un muelle, frágil como la sombra de las estrellas. Se sienta en los bancos de los parques, les da a las palomas restos de pan duro; las aves le devuelven en excrementos la limosna de las migajas. Ella ni siquiera se molesta en espantarlas: recibe la mierda como quien recibe la dosis de infortunio que le impuso el azar. A veces, detectamos una vieja familiaridad en su mirada, como si al encontrárnosla en las plazas, descubriéramos a un pariente al que habíamos perdido de vista tiempo atrás. Es imposible no querer un poco, casi con desafecto, a esa mujer, madre estéril de todos los poetas; su soledad, sorda, es el desatino de las ciudades abocadas a la catástrofe. Parece advertirnos de males que no somos capaces de aventurar, como si nos hiciera señas para que no sigamos caminando ciegamente hacia un futuro adverso e indeseado. Pasamos a su lado sin reparar en ella, ajenos a la ternura de su desasosiego, a su estar como de prestado en un mundo en el que no sobran quienes nos alertan acerca de la fatuidad de nuestros intereses; esa mujer, esa mujer que camina por un puente ruinoso, por la niebla, por los versos de un poema imperfecto, marca el ritmo de otra vida, otro tiempo de desheredados que, querámoslo o no, es nuestro tiempo. Conviene detenerse, olvidar por un instante la meta que anhelamos y que a la postre sólo nos proporcionará una nueva angustia, pararse a contemplarla, a escudriñar sus harapos de vencida, su húmeda mirada implorante, su rostro que es el rostro de las cosas que no queremos ver porque nos intranquilizan. Mirarla sería mirarnos a nosotros mismos, descubrirnos, airear los horrores que escondemos porque el mundo marcha tan deprisa hacia el abismo que no tenemos tiempo para contemplar las llagas, las heridas que le infligimos a la poesía en años tan prosaicos y ruines, años de mercaderes. Ella, su triste gesto de adiós en un muelle, nos aguarda pacientemente cada mañana cuando salimos del portal y creemos que el mundo es un campo de batalla en el que cuantos más cadáveres se amontonen, no siendo el nuestro, mejor, porque nos aseguran la supervivencia. Inventamos para ello adversarios fantasmales, enfrentamientos de odio, cualquier cosa antes que reconocer que dentro de nosotros llevamos el enemigo que nos habita, el más hostil, el más sanguinario. Pero vivir quizá sea detenerse, mirar a la mujer inmóvil , consolarla, decir que lo sentimos, que no nos deje nunca porque siempre necesitaremos de su frágil sombra de estrella, de su ternura y su infortunio para huir de la fría brutalidad con la que nos alejamos de las cosas realmente importantes. Ella, la que camina entre sombras, encarna la realidad que sentiríamos como propia si. Pero somos incapaces. Incapaces de asumir que son las gentes como ella, las que se quedan atrás o al borde del camino, las que en realidad nos marcan el futuro que deberíamos seguir. Y así nos van las cosas.

   
JANO, 2004