Sin memoria

Uno nunca sabe si las memorias se escriben contra el olvido o para el olvido. Afanándonos en rescatar los sucesos de nuestra infancia, los descubrimientos de la adolescencia, las presunciones de la juventud, las certezas de la madurez o las resignaciones de la ancianidad, seguramente despreciamos aquello que nos inundó de una felicidad o de un dolor tan profundo que sería inútil intentar describirlo. No sirven entonces las palabras y uno termina silenciando aquel suceso que nos marcó durante un tiempo extinto y a la vez perdurable. Si yo tratara de escribir mis memorias jamás podría describir por qué los ojos, acostumbrados ya a tantas cosas, pueden llenarse de lágrimas ante un atardecer en La Costa de la Muerte y tendría que silenciar ese hecho que seguramente me conmovió más contundentemente que muchas páginas leídas o que algunas músicas que trajeron tanta paz necesaria al desconcierto de vivir. Los acontecimientos frágiles que se dan a lo largo de una existencia, a poco que uno vaya con los sentidos dispuestos, resultan por lo general indecibles: el vuelo de un pájaro aquella mañana de abril, la soledad de la lluvia en un puerto de mar, la paz insólita de un bar vacío en un pueblo a desmano del mundo. Frente a esos hechos que sólo merecen el respetuoso silencio de quien los interpreta, uno acumula en sus autobiografías datos que son prescindibles, innecesarios o irrelevantes. Tratar de explicarse la existencia, de codificarla, es un vano intento de apresar la sombra que se desvincula de nosotros pese a su proximidad evidente. Al amor se le pueden poner nombres: sólo eso. Las memorias no actúan contra el olvido sino para el olvido. Son ejercicios en los que vaciamos lo que podemos contar a los otros sin necesidad de darle mayor énfasis ya que resultan experiencias que les han sucedido a casi todas las personas, a poco que la vida los haya respetado. Pero existen espacios donde la palabra carece de contenido, paisajes que se rebelan contra su descripción, sentimientos que se resisten a tener un código y en esa intimidad inaccesible para nosotros mismos y para los otros, en ese vacío del que acaso haya surgido la mística o la necesidad de crearnos dioses, ahí es donde se produce el milagro, la esencia de lo que realmente somos y que uno nunca puede depositar en un currículum o en una conversación de sobremesa. En ese núcleo existimos sin que nadie sepa que somos, fundamentalmente, desmemorias deliberadas, silencios feraces, fracasos que nos ayudan a entender que las biografías más que escribirlas contra el olvido, las escribimos para el olvido, para no tener que confesar aquello para lo cual carecemos de lenguaje o, tal vez, de talento. Quien se autobiografía pierde en realidad su memoria, se adentra en la amnesia como en una gruta sin retorno, camina a ciegas hacia un lugar inexplicado, sin más orientación que creer que lo que de sí ha escrito, tiene algún valor que no sea el valor milenario del olvido, ese que nos permite vivir sin mirar hacia atrás para descubrir las huellas, las inexistentes huellas que dejamos atrás, tan efímeras.

   
JANO, 2004